El tiempo pasa aunque parezca imposible, incluso a pesar de que cada movimiento de la manecilla del reloj duela como el latido de la sangre al palpitar detrás de un cardenal. El tiempo transcurre de forma desigual, con saltos extraños y treguas insoportables, pero pasar pasa, incluso para mí. Si hay una cosa que estoy aprendiendo de todo esto, es lo fácil que resulta perder lo que uno ha creído que tenía para siempre.
Hay quienes viven cada día como si del último de su vida se tratara. Los hay que contemplan el amor de modo similar, en un intento desesperado por eludir aquellos cambios, ínfimos o descomunales, que en todo momento se ciernen sobre cada uno de nuestros horizontes. Pero el sentimiento de apremio que surge de nuestro deseo de experimentar la vida y el amor al máximo puede precipitar la toma de determinadas decisiones, que no siempre resultan las más idóneas para quien las elige, ni para aquellos a quienes afectan. Es más, en ocasiones, enfrentarse a las consecuencias de las elecciones de cada uno puede resultar fatal, más incluso que la muerte. Tal vez sólo se viva una vez, pero no siempre tiene uno por qué desear sentir esa vida como eterna.
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