domingo, 28 de abril de 2013

¡Olvido 2.0!



¡ATENCIÓN!: Los personajes al igual que la historia son totalmente inventados. 

(No apta para flojos)
<<Recuerda: “Cuando tengas razón, nadie se acordará. Cuando te equivoques, nadie se olvidará. Cuando  rías, el mundo reirá contigo. Cuando llores, lo harás solo. Si buscas la verdad, corres el peligro de encontrarla”>>
Claro como el agua.
Transparente como el cristal. 
Pero suave como la brisa en primavera. Así era la voz de mi padre. Sus palabras eran como cuchillas de acero que martilleaban mi cerebro, sopesándolo, midiendo la duración de cada sílaba, la entonación, el sonido, la cantidad de aire y de voluntad que recogía para decirlas, calculando e intentando adivinar qué pequeño suspiro sería el último, cuál de aquellas palabras serían su sentencia final, su despedida, mientras me agarraba a su mano frágil, pero a la vez dura, profanada por agujas. Me sentía como su único sustento, el único cable (metafóricamente) que le unía a la vida. Sostenía su mano con tanta firmeza como si de un momento a otro fuera a insuflarle la poca vitalidad que, poco a poco, abandonaba su cuerpo. 
-Se valiente…pequeña…- y exhaló su último suspiro. 
Era demasiado tarde.
No había suficiente corriente eléctrica como para devolvérmelo.
Aquellas palabras quedaron incrustadas en mi cabeza, revoloteando en mi mente como pájaros en un árbol que tienen toda la eternidad del mundo para hacer sus labores. 
Glup…
Glup…
Glup…
Giré mi cabeza. Las pequeñas gotas transparentes del suero caían pausadamente como clavadistas profesionales en su dicha piscina. Buceaban en un tobogán hasta sumergirse en mi brazo y desaparecer. Mis ojos revoloteaban en busca de detalles nuevos, que me indicaran que algo de mi rutinaria vida había cambiado. Alguna señal. Pero nada. Todo seguía igual de monótono. Igual de normal. Igual de deprimente. Igual de blanco.
Botella blanca. Cama blanca. Sábanas blancas. Pijama blanco. Paredes blancas. Muebles blancos. Todo blanco. 
No sentía mi cuerpo. Notaba mi boca pastosa y una fuerte presión en mi cabeza. Estaba drogada. Hasta el culo de medicamentos. Olía la morfina a kilómetros de distancia.Mi subconsciente me decía que debía aborrecerlo. Tenía unos principios y antaño lo odiaba. Pero a la larga, una vez que saboreas el paraíso, una vez que bebes de un oasis después de largos días en un desierto, te es imposible parar. Lo anhelas con todo tu ser. Era un jodido clímax de calma y me costó muchas tormentas obtenerla. Es como algo así parecido al “Carpe diem” donde en los libros, el típico protagonista calvo y canceroso donde solo le quedan semanas de vida, decide por ciencia difusa desfasarse y mandar todo a paseo, como si de algún modo creyese que iba a conseguir de esa forma quitarse de encima el cáncer. Buen intento.
Luchar. Aún sabiendo que has perdido todas las batallas habidas y por haber. Menudo plan. Pero quiera o no, ese también es mi plan. Penoso, pero suficiente. 
Empecemos.

Toc. Toc. Toc.
-Pase- dijo mi madre cerrando la revista.
Un hombre de mediana edad, bajito, con entradas, vistiendo una gabardina negra y acompañado de un maletín de cuero marrón envejecido, entró en la estancia. Carraspeó al verme y se rascó el cogote con aspecto incómodo, mientras una vena en la frente salía disparada contra su epidermis. Tenía aspecto de sufrir una implosión cerebral.
-Perdón, soy Dan Rojas, de la editorial- le ofreció la mano a mi madre que se la estrechó recelosa y luego me la ofreció a mí. Me quedé mirando su mano analizando sus múltiples arrugas y su piel sin imperfecciones mas solo con resequedad y uñas demasiado cortas. Tal vez se las mordía. Interesante. Alcé los ojos, mirándolo de manera graciosa, mientras recreaba en mi mente abrumada la situación que íbamos a vivir durante, al menos 2 horas y media. 
Al ver que hacía caso omiso, cogió aire  y buscó una silla donde sentarse. Rápidamente, mi madre fue a socorrerle. 
-Perdone, que descortés por mi parte- cogió su sillón y lo arrimó cerca de mi cama para que el señor Rojas tomara asiento- Lo siento, estamos faltas de mobiliario- Súper Mamá al rescate. Estupendo.
Dan soltó una risa nerviosa y tomó asiento. Poco hablador. Captado.
-Bueno, para empezar me gustaría que me dijeras tu nombre.
Miré a mi madre extrañada. ¿Acaso no le habíamos mencionado mi nombre en la carta que le habíamos enviado? Mi madre pareció comprender lo que le decía con la mirada y tomó la palabra.
-Cre…creíamos que...¿Acaso no le han informado acerca de mi hija? ¿Viene a entrevistarla y no sabe su nombre? ¿No tienen fichas o algo así? ¿Ha habido problemas?
-¡No, para nada! Me han informado acerca de su hija y su situación pero es parte del procedimiento. Es bastante estúpido, lo sé. Perdone. Es la primera vez que...bueno, ya sabe. Lo siento mucho- respondió acongojado- Lo siento, no sabía que la paciente no podía hablar, no me habían informado de ello y…perdón- prosiguió temblando mientras intentaba escribir y recordar mi nombre y apuntarlo en el formulario. 
-Puedo hablar- respondí intentando aplacar mis ganas de romper a carcajada limpia. 
La mano dejó de escribir, pero seguía temblando. 
-¿en serio? Es decir, obviamente puedes hablar…que torpeza…-masculló otra vez nervioso- pero no quisiera que…que te esforzaras mucho y…bueno…- ¿estaba sudando?- no quisiera que…
-¿…me diese un ataque?- completé yo.
Si antes estaba rojo, ahora su apellido le venía como anillo al dedo. 
-Dios…no quería decir eso…perdona mi brusquedad, no pretendía…-tartamudeaba. Creo que empezaba a sentir lástima por él. 
-¿Has dicho que era tu primera vez?- pregunté.
Una mirada de disculpa se asomó en sus ojos.
Cogí aire suficiente para suspirar, que entraron en mi organismo como cuchillas. Hice un gesto de dolor, que captó la atención del invitado pero lo disimulé con una sonrisa. Maldita sea la hora en que lo hice porque hasta eso me dolió. Genial. Estaba demasiado cansada como para incorporarme pero no quería parecer débil y a pesar del descomunal dolor de cabeza y el amodorramiento de mi cuerpo, conseguí incorporarme unos 2 centímetros hasta que caí exhausta encima de la almohada. Auch.
Mi madre actuó rápidamente e intentó ayudarme. La paré con la mirada.
-No. Estoy bien- dije con firmeza.
Pasaron unos largos segundos que se me hicieron eternos.
-¿Empezamos?
Su boca formó una O perfecta.
- Me...me dijeron que iba a ser su madre quien hablaría...no sé si es conveniente que...
- No- solté con brusquedad.- Es mi libro. Es mi historia. Y yo la contaré.
El señor Rojas asintió. Cogió una pluma negra con decorados metálicos y un bloc de notas con hojas amarillas. 
-Comencemos. 

<<- No sé cómo empezar. No sé cómo describir con palabras mi historia. No creo que haya adjetivos que se aproximen tanto a lo que se siente. Hay personas con mentes maravillosas capaces de transmitirte en una simple frase aquello que ellos quieren que sientas. Yo no soy una de ellas. Solo sé que no soy ni más ni menos que ellos. En realidad que nadie. Pienso que todos, si nuestro cerebro hablase por si solo, seríamos capaces de transmitir con exactitud aquello que guardamos dentro que no hacemos partícipe a nadie, pues la mente es tan inmensa, un almacén enormérrimo, un trastero donde vamos acumulando cosas sin muchas de ellas darnos siquiera cuenta de qué son, qué valor tienen, o cuán preciadas son. Una de aquellas cosas tan valiosas es la imaginación. Dicen que aquél que tiene imaginación, tiene un tesoro. Muchos aún no están embarcados en esa aventura que te llevará a ese tesoro. A exprimir la imaginación. 
Por supuesto, esto que estoy contando no tiene nada que ver con aquello que habita dentro de mí, por decirlo de alguna forma. Tan solo digo, que he sido partícipe del otro lado de aquella imaginación. He visto su otra cara. Manipulada. Como un hilo sujeto a un trozo de madera cuyo títere era yo…->> 

Me permití el lujo de parar para coger aire y sofocar el dolor que se aquejaba en mi pecho. 
Mi público se mantuvo a la espera de que continuase.
-¿Necesitas un descanso?¿Quieres seguir?- Preguntó el señor Rojas.
Me quedé contemplando las sábanas, controlando la cantidad de aire que cogía e intentando conducirla por el buen camino hasta mis pulmones. Pues claro que quería seguir. Un simple sofoco no iba a hacer que dejase pasar mi última oportunidad para quitarme el gran peso que llevaba en mis hombros.

<<- Cuando vivíamos en la ciudad, tenía que andar casi 8 manzanas y subir varias cuestas para llegar a casa del colegio, con la mochila de los libros y la del equipo de baloncesto en el que mi padre...
- Cielo, para- me cortó mi madre.
 -¿Qué ocurre?- me sorprendí.
- Eso no tiene nada que ver con...
- No- contestó el menudo hombre. -Déjela.
Mi madre me miró y con resignación, lo dejó estar.
- Mi padre insistió en que me metiese en el equipo, con el desconocimiento de que yo ya tenía un plan maestro para evitar acabar siendo yo la pelota. Llegué a un acuerdo con la cara gorila de la entrenadora; yo hacía todo lo posible por no interferir en sus partidos y pasar desapercibida mientras que mi culo estuviese pegado al banquillo e ignorase las múltipes quejas de mi padre para que su torpe hija saliera al campo. >>

Entonces, una bombillita se me encendió en mi oscuro cerebro.
-¿Sabe lo que es una filosofía de la vida, señor Rojas?- pregunté.
-¿Filosofía? ¿De la vida? ¿Cómo, carrera universitaria dices o..?
-¿Usted tiene alguna filosofía en su vida? 
-No…no entiendo- respondió confuso.
-Verá, tengo una teoría sobre el ser humano y su vida, o destino, como quiera llamarlo. ¿Cree usted en el destino, Dan? ¿Puedo llamarle Dan?- pregunté curiosa. No quería ser indiscreta y tomarme demasiadas confianzas con el pobre hombre que ya bastante mal lo estaba pasando que incluso podría estrujar su camisa y llenar una piscina entera, debido a su nerviosismo. 
-Por supuesto- respondió el aludido.
-Verás, Dan, creo firmemente en el destino. Pero a la vez no. Es muy confuso, lo sé. Solo creo en aquello tangible, aquello que se puede experimentar, ver, o tocar. El destino es algo abstracto, por lo que no puedo creer totalmente en él, pero tampoco tengo motivos suficientes para dudar. Creo que cada uno tiene su propia filosofía. Una especie de breve resumen que narra de manera exacta la vida de cada uno. Puede ser tan breve como un suspiro, o larga como tu vida entera. Pero tiene que ser tuya. Solo tuya. Que te describa a la perfección. Que aparezca tu nombre grabado en el significado de cada frase. Que sea la sinopsis de tu historia.
-Entiendo, ¿crees que cada uno se forja su propio destino?-preguntó.
-El destino se escribe solo.
-Eso es algo muy contrapuesto. No termino de entender como alguien puede creer en algo y a la vez no creer en ello. 
Sonreí.
-Pues creetelo- contraataqué.
Dan me miró, y luego bajó la vista hacia su bloc, dispuesto a escribir algo sin dejar de sonreír.
-Entonces, ¿esa es tu teoría?
-En realidad es parte de ella. Mi teoría es que cada persona es como un libro.
-¿Un libro? ¿Por qué un libro?-me interrumpió. 
-Cada libro es único. Un libro es arte. Es belleza. Es misterio. Esconde secretos. Cada hoja es un tesoro cuya anatomía se compone de palabras. Nuestro cuerpo de huesos. Esos huesos nos sostienen. ¿Qué es un libro sin palabras? Cada persona es diferente, ya que cuenta con una historia distinta. Pero a partir de ahí empezamos a ser todos iguales. Con los libros pasa lo mismo. Los hay de distintos géneros: terror, misterio, aventuras, amor…etc. Todos a gusto del consumidor. Lo primero que nos atrae es la portada y el nombre. Su apariencia. Pero por dentro son todos iguales: hojas y palabras. Por fuera son diferentes pero por dentro están hechos de igual manera. Como nosotros. Hay diversos tipos de personas cuya historia no tiene un rumbo fijo y no sabes cuándo se va a acabar. Su vida puede estar llena de adrenalina, aventuras, enigmas que la persona no logra entender, amores que aparecen y desaparecen cual humo…pero sin embargo, son historias. Y cada día es una hoja. Páginas que empiezan, páginas que terminan. Igual que un libro.
- ¿y qué hay de ti? ¿te consideras una persona libro?
Guardé silencio.¿Cómo era posible el poder calar al resto de personas pero a la hora de la verdad, no saber realmente quién eres' ¿Cómo podía explicar algo tan complejo?
- Soy mi propio libro. Me reescribo, me subrayo, me agrego páginas, me arranco otras que duelen. y dejo en blanco una última hoja, siempre- respondí al fin.
-Creo que eso lo he entendido pero, ¿qué hay de la filosofía?
-Cuando conoces a una persona, ¿por qué te fijas en ella?
-Supongo que porque me ha llamado la atención- respondió sin saber adónde quería ir a parar.
-Por su físico, ¿no?
-Sí.
-Luego me imagino que, lo normal, sería conocerla. Preguntarle cuáles son sus inquietudes, qué le gusta, qué metas tiene, algo de su vida… ¿no?
-Mmm…sí, claro.
-Cuando vas a comprar un libro, ¿qué haces? ¿Cómo lo buscas? ¿Por qué escoges ese?
Se quedó un momento dubitativo, pensando en qué responderme, intentando averiguar mi fastidiosa adivinanza.
-Está claro que si escojo un libro, es porque me ha llamado la atención su nombre y las ilustraciones. Para saber si me va a interesar y decido comprármelo, leo la sinopsis para saber de qué va-respondió.
Le miré fijamente. Alcé una ceja a la espera de que su cerebro fuese lo suficiente capaz de procesar la información, llegar a la respuesta, a no ser que haya sido demasiado tarde y el sudor haya traspasado la epidermis e inundado el cráneo.
- ¿ y qué le hace ser "el libro" y no otro libro mundano?
Sus ojos brillaron de comprensión.
-¿Entiendes ahora a qué me refiero con la filosofía de la vida?- <<Que no sea demasiado tarde, que no sea demasiado tarde…>>
-La filosofía es la sinopsis. Lo que nos representa a cada uno. Lo que nos hace interesantes. Lo que da pie a nuestra vida sin llegar a descifrar el final. Algo en lo que podemos creer o no. Nuestro destino- Ahí está.
Sonreí.
-Exacto. He ahí mi teoría.
- Curioso. Qué cabeza más interesante- dijo mirando a mi madre. Ésta le respondió con una sonrisa mientras me acariciaba el pelo. Genial, ahora el tío tenía sentido del humor. Me parto. ¿Esto era una broma o qué? Porque desde luego no le pillo la gracia. Una cabecita interesante dice…
Le lancé rayos láser con la mirada.
-Precisamente por mi “interesante” cabecita es por la que estoy aquí-respondí sarcásticamente.
La sonrisa de mi madre se fue tan pronto vino y de nuevo la cara del señor Rojas era la viva imagen de la bandera de Japón. 
-Perdona-dijo afligido- ¿y cómo se te ha ocurrido esa brillante teoría?
Interesante pregunta. Miré mis dedos huesudos y blanquecinos casi inmovibles acariciando a duras penas las sábanas. Y recordé a mi padre.

<<- Papá, ¿por qué las mejores personas mueren?
- Cuando estás en un jardín, ¿qué flores escoges?
- Las más hermosas.
- Yo no soy hermosa...no tengo ningún talento, ni soy bonita, papá.
- Eres especial, pequeña. Algunas personas escriben, bailan, hablan bonito...pero tú, hija mí, tú existes.>>

-Siendo especial -respondí.
Se instauró un profundo silencio. Sentía un escozor en los ojos que provenía del pecho y ascendía queriendo salir por mis cuencas. Hacía mucho que no lograba llorar. Hacía tiempo que me quedé sin ellas. Ahora mis ojos eran tan inexpresivos como mi cara. Los espejos del alma. Y mi alma estaba vacía. Igual que mis glándulas lagrimales. 
Después de lo que me pareció una eternidad, alcé los ojos preguntándome si me había quedado sola o el por qué de ese silencio. Mi madre miraba por la ventana, ausente, inmersa en sus recuerdos o a saber en qué. Dan, en cambio, me miraba extrañamente, mientras una gran cantidad de emociones se reflejaban en su cara: lástima, compasión, admiración, comprensión…No sabría decir cuál.
-Aún estás a tiempo de echarte hacia atrás. Puedo irme por donde he venido, si quieres- ahora era él el que estaba serio.
-No-dije firmemente-No, sigamos.
Asintió en señal de aprobación.

 Y así pasaron días. La doctora le recomendó que me dejase descansar ya que al hablar hacía un esfuerzo superior que me dejaba exhausta. Yo me negaba, por supuesto, pero la Doc es quien manda. Dan venía cada tarde unos 30 min apenas. Solíamos pasar la tarde hablando mientras el escribía a saber qué en su bloc de notas. Él se limitaba a escuchar y a hacer alguna que otra preguntas mientras yo hablaba entre jadeo y jadeo. Entonces llegó. Aquello que me invadía volvió a querer salir, sin llegar a manifestarse del todo. Pero los medicamentos lograron combatirlo en una dura batalla de a ver quién es el mejor y quién puede más. Tras unos largos segundos, donde cada trompazo lo sentía como si me estuviera sucediendo a mí, se manifestó en una dura cefalea. Sabía lo que ello suponía y lo que vendría después. Los medicamentos ganaron. Pero como toda batalla, tiene sus represalias. Cada batalla deja estragos de lo acontecido. Y esos estragos en mí son mortales. Se manifiestan en forma de ondas cuyo hipocentro está en algún lugar recóndito de mi cerebro mostrando así al mundo un espectáculo sobrecogedor. No llego a cederle el mando del todo a “él”. Sigo siendo yo. Es otro el que controla mi cuerpo pero mi cerebro sigue siendo mío. Eso gracias a las pastillas. Mi cuerpo se convulsionaba. Vibraba haciendo que temblase la cama. Dolía. El pecho me dolía. Mis manos se agarraron firmemente a las barras laterales de la cama, tan rutinarios como aquel que va al baño. Mis manos se agarraron fogosas, haciendo que se me incrustase más profundamente la vía intravenosa de la mano izquierda y dejando sin sangre a mis nudillos de la mano derecha. Un simple acto como aquel me dejaría sin fuerzas y dolería hasta decir basta en circunstancias normales. Pero tenía que agarrarme o podría caerme y un simple golpe podría ser nefasto aunque en ocasiones, lo he deseado miles de veces antes que volver a pasar por aquello. Pasaron 15 segundos. Durante los 5 primeros había escuchado una silla chirriar contra el suelo cuan lastimero maullido de un gato. No pude ver a mi madre apartarse de mí, mirando hacia la ventana y taponar un sollozo con la mano como intuyo que hace siempre, ya que mis ojos miraban fijamente al techo, abiertos de par en par con la barbilla alzada, esperanzada de que sería otra vez yo la vencedora. Y caí al agujero como Alicia en el País de las Maravillas solo que sin un gato al que seguir y no llevada por la curiosidad, no sin antes escuchar:
-¡¿Qué ha ocurrido?! Hay que llamar a la enfermera, ¡yo me encargo!
-¡NO! No, ya está. Ya ha pasado…se pondrá bien…
Y caí.
Otra vez el dichoso dolor de cabeza vino a visitarme y a instaurarse en mi cráneo como si se tratara de una okupa, que no tiene otra cosa que hacer que ponerse a taladrar paredes. Cuando desperté, mis ojos pesaban. Los párpados me dolían del simple acto. Mi boca volvía a estar pastosa y a cada minuto el sueño me reclamaba. Pero no. Ya había dormido suficiente. Ni siquiera intenté girar la cabeza para buscar a Dan sino que utilicé el rabillo y conseguí localizarle enfrente de la ventana, hablando con mi madre. Mi respiración era demasiado sutil y supuse que aun no se habían percatado de mi despertar. 
-…¿entiendes lo que quiero decir?- argumentó la voz masculina de Dan.
Mi madre suspiró.
-Perfectamente, pero este es su sueño. Era su sueño. Ella es fuerte y lo superará- dijo con leve tono de desesperación, como si quisiera que lo que dice, se hiciera realidad.
Dan alzó una mano y agarró el codo de mi madre.
-Seguro que sí. Pero la ciencia no miente, Marta. Ya has oído lo que ha dicho la doctora. Ha sufrido demasiados ataques. Tiene el cerebro fundido. Sus órganos vitales son resistentes pero ni la ciencia más avanzada puede estimular con exactitud hasta cuándo van a seguir así. Claro que tu hija es fuerte, pero lleva mucho tiempo siéndolo. 
Mi madre, después de largos segundos de introspección, alzó la cabeza. 
-No la conoces. No conoces su vida y mucho menos su historial médico. - dijo duramente. 
-La doctora no miente, Marta- dijo en tono conciliador- y lo que acabo de ver tampoco. Dentro de unos días la mandarán a casa porque ya no pueden hacer nada. Lo sabes.  
Mi madre suspiró, admitiendo su derrota, relajó los hombros y volvió a mirar por la ventana como buscando las respuestas a las preguntas que se aquejaban en su pecho.
- Siempre ha querido ser especial...- le murmuró al aire.
Dan sacó de su bolsillo un pañuelo blanco y se limpió el sudor que perlaba su frente.
-Si ella quiere…-dudó un momento- y puede, seguiré aquí, hasta que me lo digáis. Intentaré que hable lo menos posible. 
-Querrá…y podrá- dijo entonces mi madre. 
Dan asintió y se giró en mi dirección. Acumulé fuerzas y le miré.
-Nunca juzgues a un libro por su cubierta- le dije con voz ronca. 
Dan asintió, como cuando le das la razón a los tontos.
-¿Quieres agua? Tienes los labios resecos y pálidos- dijo en tono serio. ¿Qué había sido de aquel sudoroso hombre que tartamudeaba y se ponía nervioso con solo mirarme? 
-Si...consecuencias de la resaca- dije sarcásticamente con la voz ronca, imitando perfectamente a un camionero. 
Dan no pareció estar de humor como para seguirme el rollo y frunció el ceño. Sus espesas cejas se juntaron hasta fundirse. Qué gracioso. 
Carraspeé.
-Emm, sí, algo de sed tengo, la verdad.  
Se alejó hacia la mesilla que había enfrente de mi cama a servirme un vaso de agua, dándome la espalda.
Mi madre se acercó e hizo ademán de acariciarme la cabeza pero la rehusé. Dejó caer la mano, y volvió a suspirar por trigésima vez. Solía hacerlo usualmente después de unos de mis "momentos estelares". Se aleja unos cuantos centímetros, los suficientes para haber entre nosotras un espacio considerable para no agobiarme pero el suficiente como para llegar en milésimas de segundos a socorrerme. Odiaba cuando  hacía eso. Siempre he tenido presente que no necesitaba que nadie me socorriera. Me hacía sentirme indefensa. Vulnerable. Me asqueaba la sola idea de pensar que la gente de mi alrededor me mirara con lástima mientras que de sus labios salía un "pobrecita" o "pobre chiquilla, lo que tiene que pasar" o peor aún "es tan joven…". Que discriminación hacia la gente mayor, en serio. Me indignaba. El caso era que, llega un momento en el que dejas de valorarte a ti misma, y luego dejas de valorar a los demás. Causa y efecto. Pero cuando has sentido en tu propia piel el aliento de la impotencia, tan hastiada y densa, tus fuerzas se esfuman y dejas de engañarte. Indudablemente nadie se ocupa de nadie que no se haya ocupado antes de nadie. ¿Quién se iba a ocupar de mí cuando yo nunca he movido un solo dedo, una sola mirada, hacia aquellos quienes estaban abatidos con la cara soldada al suelo? Y aquí estoy. El presente solo se forma del pasado, y lo que se encuentra en el efecto estaba ya en la causa. Jodido karma. 
No fue hasta que sentí algo frío tocarme los labios cuando salí de mi ensoñamiento. Dan me sujetó el vaso mientras bebía generosamente, con un leve temblor en la mano. Bebí un pequeño sorbo, con temor a que mi agarrotada garganta fuese tan despiadada como para no dejar paso a algo de líquido que humedeciese la resequedad. 
-Gracias- dije exhausta. Dan inclinó la cabeza.
-Sigamos.
-¿No quieres descansar?- preguntó.
-¿No crees que llevo descansando lo suficiente?- reclamé- ¿Por qué no me ponéis cinta adhesiva en los párpados y así descanso siempre? Y aunque eso ocurriera, no descansaría. El día en el que yo descanse en verdad, será el día en el que no tenga un tubo incrustado en mi piel.
Silencio.
-¿Siempre se levanta de tan buen humor?- le preguntó Dan irónicamente a mi madre. 
- A veces. La mayoría solo gruñe. 
Puse los ojos en blanco. 
-Genial…¿Podemos seguir?- pregunté irritada.
Dan suspiró y ocupó su asiento.
-Listo.
-Aleluya.
Rodó los ojos.
-Vale, vale…allá voy.

<<Tardé mucho en encontrar mi filosofía. Creo que aún no la tengo del todo creada. La filosofía no se escoge, la filosofía se crea. Una vez, mi padre me contó al morir mi abuelo, que cuando una persona muere, no se muere en realidad. ¿Quién no dice que cuando alguien muere en este mundo, empieza a vivir en otro? No me refiero a la reencarnación, sino a la vida en sí. Estamos acostumbrados a perder a nuestros seres queridos con una frecuencia inusual y que a la larga creemos que es suficiente pero, porque nuestros corazones dejen de latir, ¿significa acaso que nuestra alma deja de vivir? Algunos creen que no. Lo creen porque si una cosa es cierta, es que las personas nos mantenemos firmes gracias a la fe. Sin fe, no somos nada. Todos necesitamos creer en algo. En ello se basa nuestros conocimientos. Podemos creer en lo que sea. ¿Reencarnación? ¿Dioses? ¿que el cielo es en realidad azul? ¿los unicornios existen? Cada cual que crea en lo que quiera. Pero que crea. A veces, perdemos la fe en algo. A mí me pasó. Perdí la fe. Pero mi padre me dijo que toda pérdida, se acaba convirtiendo en una ganancia. Cuando una persona muere, se supone que pierde la fe por vivir, pero encuentra la verdad. Su verdad. Cuando escuché estas palabras de la boca de mi padre, lo primero que se me ocurrió fue que estaba borracho. Me lo dijo un día en el que fui a visitarle al hospital. Descarté la bebida inmediatamente. Luego pensé que las enfermeras se habían pasado con los medicamentos pero me bastó con un análisis de sus pupilas para descartar esa opción también. Al fin, llegué a la conclusión de que la causa de aquellas palabras tan filosóficas sobre que una persona encuentra su verdad cuando se está muriendo era que a él le estaba ocurriendo. Mi padre se moría. Y había encontrado su verdad. Nunca la supe, por supuesto. No sé si con "nuestra verdad" se refiere a que si el paraíso en verdad existe, si el Espíritu Santo se te aparece y te cuenta a saber qué verdad sobre el mundo…No lo sé. Tengo ganas de saber cuál será mi verdad. Si sabré si todo esto habrá valido la pena. Si habré tenido a lo largo de mi vida un papel importante. La gente cree que el destino es un río que fluye en una sola dirección pero yo le he visto la cara al tiempo y es como un océano con tormenta. Y navegué por aquel encolerizado océano hasta llegar aquí. ¿Sabré dónde estoy? ¿Sabré si he llegado a puerto? No me importa el cómo, ni el por qué, ni el cuándo. Me importa el dónde. Porque siempre me he pasado la vida estando en un punto intermedio sin saber dónde realmente estoy. Quiero saberlo por fin. Por eso no tengo miedo a morir. No hay que tener miedo a la muerte, sino a lo desconocido. No me importa lo desconocido. Quisiera tirarme a la piscina sin mirar hacia abajo, sin importarme la caída y adentrarme en los confines de lo oculto. Y entonces lo sabré, sabré cuál es mi verdad. Por eso creo que solo se nos revela cuando estamos justo en ese punto intermedio entre la vida y la muerte porque es cuando todo nuestro cuerpo está en calma. Porque cuando la mente está silenciosa, tanto en los niveles superficiales como en los profundos, lo desconocido, lo inverosímil puede revelarse. Pero antes de todo eso, existe un proceso, por el cual nosotros maduramos y nos preparamos inconscientemente para la revelación.
Mi proceso empezó aquel día en el que me encontraba sola, tendida en mi cama, pensando en lo que había pasado o lo que creía que había pasado o lo que quería que pasara hacía pocas horas. En realidad no lo sabía. Todo era absurdo, sin embargo, era así y tenía que aceptarlo. Pero, ¿y si no era así? ¿Cabía la posibilidad de que lo que me ocurría no fuera cierto? Ya no me molestaba en buscarle una explicación, porque la realidad estaba allí, solo tenía que encontrarla, y, lamentablemente, lo había hecho. El tiempo, otro problema que me aquejaba en mi más profundo ser, como el cáncer que consume e invade las células del cuerpo sin contemplaciones. Todo para mí ahora se mostraba tan claro pero a la vez tan oscuro. Era imposible explicar cómo me sentía. Sentada. Sola en mi casa dejando que mis pensamientos me llevaran hacia donde ellos quisieran. También creo que es imposible explicar lo que me sucedió, lo que hizo que mi vida cambiara. Recuerdo el famoso "-Cielo, no te preocupes-" que me decía mi madre mientras su mano recorría mi sedoso cabello. El tono conciliador que disfrazaba las lágrimas era demasiado obvio como para eludir el optimismo que destilaban sus palabras, que por mucho esfuerzo que hiciera, el efecto iba a ser el mismo. Recuerdo aquellas veces que me pasaba todas la noche en vela, contemplando las diminutas estrellas que solían brillar por encima de mi cabeza. Recuerdo imaginar que su leve parpadeo eran las respuestas a mis preguntas. Las estrellas me hablaban. Es de locos. Pero las entendía. Cuando me agradaba la respuesta, cerraba mis ojos y fantaseaba con volar en el espacio, cerca de ellas y darle las "gracias". Fantaseaba con flotar como si fuese un mar de flores donde no existía la fuerza de la gravedad. Solo mis flores fluorescentes y yo. Fue una de aquellas veces en las que me sentí fuera de este depravado mundo. Me sentía completa y no tan sola después de la marcha de mi padre porque creí encontrar aquello que añoraba. Pero de pronto un cuchillo afilado corto el lazo de mis fantasías. Recuerdo como se manifestó por primera vez. Lo recuerdo tan nítidamente que podría dibujarla. Primero fue el aire que se arremolinó a mi alrededor, avisándome de lo que se aproximaba. Luego los ligeros retortijones que fueron incrementándose cada vez más. Y luego oscuridad. Durante esos días intenté no pensar en lo que había ocurrido. Le resté importancia al asunto, convencida de que no había sido nada, de que no volvería a ocurrir, que solo fue en un momento dado debido al estrés. Pero ocurrieron más veces. Unas. Dos. Tres veces. A veces con público. Los episodios se fueron aumentando cada vez con más continuidad y fuerza, como si de un episodio, la "cosa" cogiera fuerzas para la próxima vez. Mas no fue de esperar, que el más hondo hastío inundara mi pecho, en mi interior, comprimiendo y distorsionando el único hálito de paz que,  tiempo atrás, me abrazaba cuán afables eran sus  brazos. Pero en ese instante no quise pensar en nada, no quería ver ni sentir nada, solo estar sola, preparándome >>

Poco a poco, mi cabeza fue sumiéndose en un impresionante sopor pero, sin embargo, era consciente del propio rumbo que tomaban mis incautas reflexiones. En lo que se dice un suspiro, tenían el total control del momento. Era demasiado tarde para parar, tenía que empujar a un lado el cansancio, el poder de los analgésicos y todo lo demás y continuar con el show:

<< Nada. Nada de nada. Fue lo que sentí aquella vez. Aún recuerdo a díario el veredicto de las pruebas médicas, la sensación que había precedido a la lectura, el segundo que cambió todo. Aquel golpe me hundió como si de un momento a otro me hubiesen dejado sin brazos. Dicen que cuando recibes un disparo limpio, certero, apenas pasan unos segundos en el que no sientes nada. Solo frío. Y te sientes aturdido. Hasta que metabolizas y procesas lo que acaba de pasar y no es hasta que ves la cara de la gente de tu alrededor, hasta que sientes que se te escapa la vida y tocas el suelo, cuando te das cuenta de que te han disparado. Aquella vez fue como si me arrancasen los órganos de cuajo, como si me cogiesen el corazón, lo levantasen delante de mis narices y lo espachurrasen hasta desangrarlo por completo. Es muy gore, lo sé. Pero no se me ocurre metáfora mejor para explicarlo. En mi fuero interno me sentía una inútil, una desdichada, una maldita. Aquellos recuerdos acabaron por destruirme, por matar a aquella personita feliz que antaño no borraba la sonrisa de su cara y gustosamente se la cedía a cualquiera. Todo lo que había sido antes, ahora estaba muerto. Permanecía oculto y enterrado en el más recóndito hueco de mi alma. Alma oscurecida por el negro y lóbrego tul que cubría su pureza y pudor. Dejando a la más insana dicha callejear por las estrechas vías de mis venas. La alegría, el sentido del humor y la ilusión por las pequeñas cosas se tornaron en desprecio, malhumor y desidia sin límites. Y qué decir, de la cansada y decaída mirada de mi señora, procesando aún las dañinas y odiosas palabras que ahora me habían convertido en lo que soy. Me convertí en una sombra oscura y huraña que se arrastraba por el mundo, como una autómata, desprovista por completo de total signo vital. Desde entonces, el hospital se convirtió como mi segunda casa. Dejé de ir al instituto y comencé a aprender a ser autodidáctica a pesar de los esfuerzos que hacía la profesora particular que venía a verme a casa. Pero las cosas no cambiaron. Pronto se dieron cuenta de que no avanzaba, que mis estudios no progresaban, que mi cabeza estaba en otro sitio. Mi madre decidió despedirla y a enseñarme ella sola. Pocas veces dábamos clase porque yo me negaba. ¿Dar clases? ¿Ahora? ¿En qué estaba pensando? ¿Quién puede estudiar teniendo tantas cosas dentro de la cabeza? Se supone que los humanos solo utilizamos un 10% de nuestro cerebro. En mi cerebro solo cabía una cosa, y era la "cosa" pero multiplicada por 10. Solo había cabida para ella. Siguieron pasando los días y me convertí en la rata de laboratorio de los médicos. Visité diversos hospitales buscando veredictos diferentes y todos llegaban a la misma conclusión. Mi madre estaba pasando la primera fase: la negación. Yo en cambio no. ¿Por qué negar lo que era evidente? Sinceramente, llegué a un punto en que lo que fuera que habitaba dentro de mí, ya sea un cáncer, alguna enfermedad terminal, quistes que quitar, o nervios entrecruzados, me daba igual. ¿Estaba enferma, no? Y eso es lo que importaba.  Recuerdo mi primer TAC como si fuese ayer. Cuando entré en el cuarto y vi aquel enorme donut gigante con una camilla elevadora, flipé. Aún recuerdo aquellas luces parpadeantes y refulgentes que se me asemejaban a innumerables tomas fotográficas. Pero luego me di cuenta de que algo iba mal. La "cosa" quería salir. Sabía que si cedía, más tarde me arrepentiría de las consecuencias, por ello, no hice otra cosa que dejar mis pensamientos revolotear dentro de mi cabeza. Recurría a la misma técnica de evasión que había utilizado con el TAC. Me imaginé diferentes plataformas con luces parpadeantes a montones: discotecas, pasarelas de moda..etc. En el momento en el que escuchaste la orden directa, volvería a la realidad. Era fácil y sencillo. Pasaron segundos que se me hicieron eternos y yo rezaba para que aquella enfermera con gafas y ojeras fuera lo suficiente piadosa como para acabar con aquel calvario. No lo hizo. Me ordené a mí misma a ser fuerte y luchar contra aquel ciclón, pero por mucho autocontrol que tuviese, lo que fuera que estuviese mal dentro de mí, luchaba por el poder. Una disputa constante donde la sentencia ya está escrita antes de que comience la lucha. Y allí estaban, esas voces susurradoras y chillonas a la vez, ininteligibles. Las voces eran roncas, no sabría si decir masculinas o femeninas. Eran espeluznantes. El sonido que hacían al hablar rasgaba mi tímpano, como si tuvieran cuchillas dentro de la garganta y con cada sonido, una cuerda vocal era cortada. Llegó un punto en el que no pude más, mi cabeza iba a explotar y me tapé los oídos con la esperanza de que las voces se callasen. No lo hicieron. Era como si estuvieran dentro de mi cabeza. Y de hecho lo estaban pero yo no lo sabía. 
- ¡No! ¡Dejadme en paz! ¡Calláos! ¡CALLÁOS!- empecé a temblar convulsivamente y a apretarme las manos contra el cráneo. ¿Por qué la enfermera ni mi madre hacían nada? ¿acaso no les molestaba el ruido?. De pronto, se hizo el silencio. 
Sentía que me observaban. Miles de ojos me espiaban desde las oscuras esquinas de la habitación. Tenía ganas de correr y gritarles que se fueran, que yo no era a la que buscaban. Tenía ganas de hacerme un ovillo y esconderme debajo de cualquier cosa con tal de que me dejaran en paz, pero mis pies estaban atados a la silla y la única movilidad que tenía era la de mis manos. Rápidamente, mis manos volaron hacia las ataduras de mis tobillos. Fuertes manos me sujetaron los brazos. Una ronca y femenina voz alarmada me gritó tranquilidad. Unos sollozos y maldiciones se escucharon al fondo. Y yo, aterrada por aquellas voces espeluznantes no conseguía mantener la calma. ¡Tenía que salir de aquí! ¿Por qué no me dejaban ir? Sentía que aquellos ojos me analizaban y me acechaban desde la profundidad. ¡Tenía que huir de allí antes de que me saltasen encima!
-¡NO! ¡SOLTADME! ¡TENGO QUE IRME! ¡TENGO QUE IRME!- repetía una y otra vez intentando inútilmente que me soltaran- ¡NO LO ENTENDÉIS! Ellos están ahí, ¡ahí!, quieren algo de mí, me observan, ¡ESTÁN AHÍ!- y empecé a chillar como una loca. 
-¡Hija, por favor, para, cálmate, intenta calmarte. ¡Ahí no hay nada!- gritó mi madre a la desesperada buscando aquello que me había causado aquella actitud. La enfermera entró acompañada de un escuadrón de tíos con bata blanca y jeringuillas. Mi primer pensamiento fue el de levantarme y clavarle en la yugular a cualquiera que se atreviera acercarse con esa cosa puntiaguda con a saber qué cosa dentro, e incrustarla en mi brazo. Cuatro hombres me rodearon y me sujetaron. 
-¡Vienen a por mí, vienen a por mí…!- repetía una y otra vez.
-Cariño, cálmate, tran…
-¡DÉJAME, PUTA!- y toma pinchazo. 
Desperté atada a una cama al día siguiente. Recuerdo aquel momento tan nítidamente como si se tratara de una película. Fue el primer episodio en el que había escuchado aquellas voces. La primera, pero no la última. Había sacado mi cólera. Había perdido los estribos de una manera cruel. No había sido como las otras veces, abstraída en mí misma, escondida tras las paredes, alejada del mundo. Cualquiera que me viese diría que era una chica cualquiera tímida e introvertida. Lo que ellos no sabían era que aquel comportamiento era la primera fase de una hecatombe. Pasaron largos y tediosos días que tuvieron una parte negativa, y otra positiva. La negativa: no dejé de pensar ni un solo segundo en lo que había ocurrido. Me martirizaban aquellas voces y temía volver a ver aquellos extraños ojos. La positiva: me dejaron volver a casa. La aguafiestas de mi doctora nos dijo que tendría que volver a hacerme más pruebas. Esa fue la primera etapa de mi ahora nueva y mierda de vida. Es doloroso recordar aquellos momentos que desearía con toda mi alma que se quemasen en el olvido. Volví a casa, sí, pero desde ese día, todo cambió. Mi situación personal se volvió dura. Mi condición mental decayó. Mi salud física, iba en constante declive. Le fui cogiendo pánico y temor al salir por las calles, a ir a sitios cerrados y a relacionarme con la gente pues temía perder el control. Bueno, eso no es totalmente cierto pues mi principal temor eran las voces y los ojos. Por ello, mi vida se había convertido en una interminable rutina. Como toda enfermedad, hay varios obstáculos que saltar. Evitarlos, acarrea consecuencias que solo conlleva a los efectos colaterales que afecta a los que nos rodean. A medida que me hundía más y más, no era capaz  de captar la preocupación que desprendía mi madre. Sus ojos demacrados, marcados por profundas ojeras violáceas, eran los ojos presentes de una madre totalmente llevada a la desesperación. Hasta ahora, había sentido miedo a todo. Miedo a perderme a mí misma. Miedo de no ser yo la dueña de mis actos. Miedo de poder hacer algo de lo que luego me arrepienta.Miedo a ver, oír o sentir presencias extrañas allí donde no las hay. Cosas que no existen. Es estremecedor y vergonzoso cuando tú ni siquiera te percatas de lo que haces, cuando no tienes el control de tu mente, ni siquiera el de tu cuerpo y sientes que te vas. Tu conciencia se esconde, se oculta detrás de una pared por miedo a ser descubierta y justo en ese momento, otro ser maligno ocupa su lugar y solo cuando él quiera, le permite volver a la superficie. Por no hablar, del estado tan denigrante en la que se encuentra tu cuerpo. No sabes cuándo ese ente cargado de dolor y perturbación volverá, por lo que es tan impredecible que te produce ese pavor y desosiego que inunda tu pecho, impidiendo, llevar una vida medianamente normal. No soportaba la inferioridad que me provocaba el ver a otra gente sonreír y ser feliz y mirarme a mí, cuán hundida estaba. A causa de eso, me encerré en mi propio mundo. Creé un mundo imaginario en el que nadie tenía acceso salvo yo. Un mundo solitario y lejano, fuera del alcance de cualquier patógeno e intruso. En ocasiones, llegué a creer que podría crear un nuevo modelo de beatitud semejante a la felicidad. Cuando crees que las cosas van bien, viene algo o alguien y te demuestra que no es así. 
Ese algo, era tan impredecible como nefasto. Venía sin ton ni son. Cuando él quería, a la hora que quería, en el momento que más le apetecía, ahí estaba. 
-Déjame en paz, déjame en paz, déjame, déjame…-sollozaba un día, en el que me pilló con la guardia baja, viendo la televisión. Bueno, en realidad no la veía, mis ojos vagaban por la pantalla con la mirada desenfocada, como un zombie. Así me pasaba horas y horas. Pero aquel día, aquella voz, volvió. Esta vez quería algo. Su voz seguía siendo igual de ronca, llena de agujas y cuchillas, raspando el aire. Eran miles de voces, en una sola voz. 
-Vete, iros, por favor…- rogaba y suplicaba y suplicaba con la esperanza de que al menos si se lo pedía de manera pacífica, hicieran lo que les pedía. Pero no dio resultado. Aumentaron el volumen y aún si fuera poco, la cantidad de voces. Acribillaron mi cabeza sin piedad, ordenándome que hiciera cosas que nunca haría. Abrí los ojos y me encontré con otros. Me rodeaban. Giraban a mi alrededor como una danza fúnebre. Sus ojos, rojos como la sangre, me volvían a analizar, evaluándome. ¿Esperaban a que hiciera lo que las voces me decían? y si me negaba, ¿se abalanzarían sobre mí? Miré la ventana. Estaba abierta. Yo no la había dejado abierta. Era invierno y sabía que en esa época las viejas bisagras de mi ventana se atascaban con facilidad. Anteriormente, solo había logrado subirla unos cuantos centímetros. Las cortinas blancas se balanceaban al son del aire gélido que entraba, invitándome a ir con el vaivén a la par que las voces. Llegué hasta el alféizar de la ventana y miré hacia afuera. Analicé mis alternativas. ¡No tenía! Si lo hacía, haría lo que me pedían y puede que esa fuera la única solución para acallarlas, pero si no lo hacía, quién sabe cuánto tiempo ha de pasar hasta que yo misma acabe con este tormento. Solo tenía una opción. 
-¿Es esto lo que queréis de mí?- les hablé, con la voz ronca y monótona, carecida de lágrimas que ya había derramado. La voces seguían hablando, no tan alto como antes pero si todas a la vez, torturándome la cabeza. 
-¿Es la única solución, verdad? Si lo hago, ¿me dejaréis en paz?- medio cuerpo estaba ya apostado fuera. Solo faltaba un leve empujoncito y todo acabaría. Las voces no me respondieron. Y antes de que me echase para atrás, sentí que algo tiraba de mí. Intenté resistirme. 
-¡No! ¡NO! ¡NO QUIERO HACERLO! ¡TENÉIS QUE DEJARME EN PAZ! ¡FUERA!- pero fue inútil. Recuerdo oír a mi madre entrar y soltar un grito de sorpresa, temor y espanto.
- Oh dios mío...¿Cielo? Cariño, escúchame, bájate de ahí. Es peligroso- se acercó un paso.
-No te acerques, mamá- la amenacé.
Sus ojos, sus achocolatados ojos, empezaron a brillar a causa de las lágrimas. 
-¿Qué he hecho mal?- No sabía si hablaba consigo misma o me lo preguntaba a mí.
-Mamá, no te acerques. 
-¿Por qué?- preguntó en un sollozo.
-Tengo que hacerlo, mamá.- susurré con voz ahogada- quiero que me dejen en paz. Quiero ser yo, mamá. Y ellas no me dejaran en paz si no lo hago.
Mi madre me miraba horrorizada. Creo que se estaba empezando a dar cuenta que ya no había hija a la que salvar.
-¿Ellas? ¿de quiénes hablas?- preguntó dando otro paso.
Me giré y la miré fríamente, mientras cambiaba el peso de mi cuerpo para que por sí solo, hiciera el trabajo restante.
-Las voces- respondí y aparté mis manos. 
No, no morí. Ni siquiera llegué a caerme. Y que desgracia la mía. Mi madre logró agarrarme del cinturón de la parte de atrás de mis vaqueros impidiendo que mi cuerpo se escurriera, y me cogió por la cintura impulsándome a entrar, cayendo las dos hacia atrás, en el suelo de mi habitación. Recuerdo llenar la camisa de mi madre con lágrimas amargas y sus súplicas cerca de mi oído, acallando el barullo. Supe en ese instante, que tendría que combatir, fuese como fuese, aquello que estuviese mal en mí. Cada fibra de mi ser, a medida que pasaban las horas, me reclamaba la legalidad de mi renuncia. Pero renunciar puede ser, para cualquiera, lo más difícil. Para algunos, además de algo deprimente, constituye una aceptación de la derrota, del fracaso. Renunciar significa, en mi caso, que ha llegado el momento de desistir de cuanto había deseado. Todo por cuanto había luchado. Todo por cuanto había soñado. Pero mis sueños solo eran exclusivos cristales rotos y pisoteados por seres con capacidades inimaginables de destruirnos. Me aislé por completo de la sociedad. Me oculté tras una factible máscara de frialdad y espanto, encogida en mí misma. Siguieron numerosas visitas al hospital después de aquel episodio. Mi madre no se despegaba de mí supuestamente para fomentar los lazos familiares. La gente con la que solía hablar antes, fui perdiendo el contacto. Cuando intentaban hablarme, lo hacía como cuando le hablas a una niña pequeña. Suave y dulce, con la esperanza de que no le de un berrinche. En mi caso, una crisis. Cuando iba al hospital, al paraíso de psiquiatría, me pusieron todo tipo de documentales sobre la "cosa". Por lo que aprendí, estaba pasando por una fase denominada "FASE AGUDA". Cada día me levantaba con menos ganas de vivir, deseaba poder pegarme los párpados con pegamento y dormir para siempre. Había caído en un pozo sin fondo de depresión y estrés. Mi madre creyó necesario que interactuáse con la gente. Intentó persuadirme para ir a unas cuantas clases de educación dedicadas especialmente para la "cosa". ¿Algo parecido a lo de alcohólicos anónimos? No lo supe, porque no fui. Me resistí como pude, lo que fue peor para mí. Cada vez que me iba a tomar los antipsicóticos, mi mente me volvía a jugar una mala pasada.
Durante la primera semana, fue casi imposible que me tomase cualquier pastilla. Recuerdo la primera vez.
<<-Toma cielo, aquí tienes- mi madre me dejó una pastilla blanca de aspecto indefenso al lado del filete de ternera sin tocar que me había preparado para almorzar. Las voces volvieron. Ni me inmuté, pues había sido tanta su insistencia que había comprendido que aquellas voces se regodeaban en mi miedo. Comprendí que era inútil resistirse. Miré la pastilla, esperando ver que se transformase en una araña radiactiva con 12 ojos. No ocurrió. Sin embargo, las voces me decían que no me la tomase, que era peligrosa. Así fue como mi mente fue engañada y convencida de que aquellas pastillas eran veneno. Mi afectada e ingenua mente hizo caso y tiré la pastilla lejos de mi alcance. Mi madre sorprendida por el repentino movimiento, se agachó y volvió a depositar la pastilla en su sitio. Cerca de mí. Y yo la quería lejos. Volví a tirarla. Mi madre hizo ademán de repetir el anterior gesto pero sus ojos se abrieron repentinamente al mirar mi mano, agarrotada alrededor de la hoja serrada del cuchillo para cortar la carne. Hilos de sangre bordeaban mi mano, cayendo encima de la servilleta. Ese día no empecé con los medicamentos. No obstante, los días siguientes me desperté sola, sin voces ni ojos rojos que me espiaban. Se acabó. Supuse que mi madre había encontrado alguna táctica como machacarme la pastilla y disolverla en el agua, ya que era el único sustento que lograba entrar en mi boca. Me sentía mal por pensar que mi madre quería envenenarme. Desde entonces, me odié por aquello. Creía que estaba completamente sola, creía que era una incomprendida. Arrinconada en mi pequeño e ideado palacio de hielo. Pero me equivocaba. Y tardé bastante en darme cuenta. Pero es muy difícil entrar en razón cuando estás siento manipulada. Tu cerebro invadido y tus sentidos difuminados. 
No logré pasar de la segunda fase, que es la denominada FASE DE ESTABILIZACIÓN. Conseguí tomarme las pastillas, sí, y eran como una droga para mí (aunque literalmente lo son). Cuando era más pequeña y estaba a rebosar de salud, aunque supongo que la "cosa" estuvo ahí siempre, siempre supuse que los medicamentos eran falsas mentiras enmascaradas que lo único para lo que servían era para tapar más el problema, dejándolo intacto. Pero anhelaba tanto los minutos de paz y quietud, que suspiraba por cada pastilla que me tragaba. Eran como pequeñas balsas en medio de una tempestad, un paragüas en el día más lluvioso. Pero dejé de tomármelas, un día cualquiera. Suena confuso pensar que después de tanto que he pasado, y tanto que he logrado gracias a las pastillas, un día, así porque sí, deje de tomármelas. Pero la decisión no la tomé yo, la tomó la "cosa". Al parecer, no siempre los antipsicóticos funcionan. Este caso se suele dar en un 3% de los casos, más o menos. Yo resulté ser uno de ese 3% para suerte la mía. El antipsicótico que me habían recetado me produjo varios efectos secundarios. No fue culpa de la doctora, sino mía. Mi cerebro es algo más complejo de lo que una simple pastilla puede solucionar. El caso es, que llegó un día en el que dejé de tomarme las pastillas. Cada día se me hacía eterno, naufragando en mis propios pensamientos. Intentaba dormir a todas horas. Me quedaba desde por la mañana hasta por la noche tumbada en la cama sin abrir los ojos, encerrada en mi palacio de cristal, a la espera de cualquier sonido que me indicara que las voces estaban ahí de nuevo. No llegaron las voces, ni los ojos rojos, pero mi mente volvió a transformarse en algo que no era. Llegué a creer que alguien me perseguía y por ello estaba encerrada en mi cuarto. Creía que esa persona quería acabar con mi vida. Pero la "cosa" era así. Actuaba de manera que yo creyese que mi vida era una continua película de terror. Así que un día, uno cualquiera, como el de hoy mismamente, decidí que mi vida, es mía. Mi vida, nació para ser mía y de nadie más. Lo que nació mío, nadie me lo quita, ni el tiempo ni nadie. Pero momentos de euforia como ese, no volví a tener nunca. Salí de mi cama a duras penas, y obligué a mis débiles y huesudas piernas a llegar hasta el cuarto de baño. Mi respiración sonaba entrecortada, a causa de la debilidad de mi organismo, al que había negado cualquier tipo de alimento. Me apoyé como pude en el lavabo y me tomé mi tiempo antes de alzar la mirada y verme por primera vez en mucho tiempo en el espejo. Y cuando lo hice, no me reconocí. ¿Cómo es posible que me haya hecho esto? Se preguntaba una parte de mí. La otra ya sabía la respuesta. Y mientras me miraba, un gruesa lágrima, salada, llena de tristeza y hastío, se desbordó de la cuenca de mi ojo hasta formar un pequeño río gris en mi mejilla, pálida, blanquecina, y con un pómulo demasiado sobresaliente. Cerré los ojos y me imaginé como antes era o como deseaba ser. Deseé que mi cuerpo fuese distinto. Que ganase masa muscular y perder de vista aquellos huecos donde antes había carne. Deseé que mis ojos dejaran de parecer dos ónices negras subrayadas de morado a dos luceros llenos de vida y de color. Que mis mejillas, pálidas y hundidas, se tiñeran de rubor. Que mis piernas cobraran la fuerza y energía que antes tenían. Que mis pulmones me insuflaran la vida que se me escapaba a cada instante. Y que mi corazón volviera a tener ganas de vivir. Para cuando abrí los ojos, lágrima tras lágrima salían y surcaban mi cara, tiñéndola de un plañir amargo y gris. Y supe en ese instante, que si mi vida era mía, yo era la única con derecho y autoridad para ponerla fin. Y quise en ese instante, ser feliz. Pero sabía que para llenar una piscina de agua pura y limpia, hay que vaciarla de la sucia y estancada. Mi mano rebuscó entre los cosméticos de mi madre en busca de algo punzante. Nada. Mi vista se paró un segundo en el sacapuntas de plástico para el lápiz de ojos. Con la ayuda del pico de las tijeras de las uñas fui desenroscando el tornillo que unía la cuchilla del sacapuntas con el plástico. El sudor perlaba mi frente y cada vez más me costaba respirar pero conseguí soltar del todo la cuchilla. Me pinche la punta de un dedo para asegurarme de que resultaría lo suficientemente factible. Me dejé caer en la bañera, puse el tapón y encendí el grifo y dejé que el agua fría me recorriera el cuerpo, la cara, limpiando cualquier resto de lágrimas. El agua cristalina, gélida me traspasó hasta los huesos, y con la presencia de las recién llegadas voces, acalladas por el sonido del grifo y los aterradores y rojos ojos que me observaban como público, decidí limpiar la piscina del agua estancada y sucia que era mi sangre, vertíéndola en la bañera como lágrimas de desesperación, quebranto y desdicha. Cerré mis ojos, apoyé la cabeza en la gélida bañera, y en una sonrisa de esperanza asomada en mis curtidos y temblorosos labios, me hundí en la profundidad del olvido.

La verdad en estado puro se manifiesta en esa primera y única lágrima que derrochas cuando te miras por primera vez en el espejo tras la hecatombe de la que es tu vida. Te miras y piensas: "Mírate, llorando de nuevo, en el baño, sola, desahogándote, deprimida, con el sonido del grifo para acallar tus sollozos, sientes que no puedes con tus problemas pero te lavas la cara, te miras al espejo, sonríes y luego piensas "ya no más" pero segundos después te vuelves a derrumbar". Piensas que eres débil y buscas el "por qué" a todo sin darte cuenta de que a veces, no existe un por qué. Existirá ese por qué. Puede que sí. Pero no vale la pena pasarte la vida buscando los por qués si se te va la vida en ello, porque cuando encuentres la respuesta, querrás encontrar el por qué de esa respuesta. Es un constante ciclo, y los ciclos, al igual que los círculos, no tienen ni principio ni final. Sabes que los remordimientos te inundarán el pecho, el alma, quizás, el corazón. Amenazando con desgarrarlo. Pero también sabes que no te arrepentirás de lo que has hecho porque ha sido tanto tiempo esperando este momento, esperando poder sentir esa mera pizca de paz inundar tus arterias, recorrer tu organismo hasta desembocar en las cuatro cavidades de tu corazón, bañándolo de sosiego. Convencida de haber ganado una interminable lucha contra la Esquizofrenia Paranoide, una enfermedad que exime a cualquiera de total realidad, sin darte cuenta de que, mientras tú, harta del calvario que crees que es tu vida, decides ponerla fin, otros luchan por vivir. Pero, ¿qué podías hacer si las cartas ya estaban echadas? Para muchos, parecerá que te has rendido, que aquel trastorno haya podido tomar el poder y controlar de forma absoluta todo resquicio de tu mente. Pero no es así. Nunca, sea donde sea, te rendirás. Pero poco a poco, llegas a comprender que hay algo más por lo que luchar, contra el miedo de morir, o luchar por vivir una vida mejor más allá de este mundo, luchar por algo trascendental, algo por lo que sobrevivir de una manera u otra. Y tu lo has hecho. Ahora, este es tu momento. Es el momento de que prosigas tu camino, tu senda, tu destino. Con o sin vida. Sea como sea. Lo cierto es que nuestros conocidos, nuestros amigos y nuestros seres queridos nos sobreviven y a través de ellos, también nosotros. Y tu serás recordada por aquellos que conozcan tu historia. Que te conozcan a ti. Y es así, como poco a poco fuiste viendo esa paz tan sonoramente blanca y roja, como el fuego que te quema por dentro poco a poco, mostrándote la verdad. Tu verdad. Y tu verdad ha sido siempre y lo será por siempre jamás, tu olvido. La manera antagónica de tus recuerdos. Aquello de lo que se crea una persona. Y de repente, despiertas de tu letargo con una agilidad desconocida, como una pluma zarandeada por el viento más sigiloso que nunca encuentra un suelo donde reposar. No mires atrás en busca de aquello que pierdes, pues más adelante encontrarás aquello que ganarás con alegría. Tu padre te dijo una vez que pintaron el amor ciego y con alas: ciego, para no ver los problemas; y con alas, para superarlos. Coge tus alas. Extraña sensación es la de volar. Tu cuerpo material estaba ahí, inerte y petrificado en los brazos de Morfeo, disfrutando de la ocasión, prefiriendo volar. Y entonces echas a volar. Y allí entre la penumbra de una noche enmudecida por la crueldad de miles de criaturas que se arrastran entre sombras, encuentras tu alma. Y allí, tu alma lucha contra todo para sacarte de ese frío crepúsculo y te acompaña hasta que la luz ilumina tu rostro y, tu camino es tan claro que aquellas criaturas, cuya maldad es estremecedora, no se atreven a cruzar. Y allí, donde tu alma alcanza a ver su rostro bajo la luz y te mira a salvo, allí, te deja continuar sola y regresa para ocultarse de nuevo en la oscuridad, lista y a la espera para sacarte cuantas veces sea necesario de donde un alma como la tuya no pertenece.
Y sin que nadie se inmutara, desciendes y cortas tus alas. Ya es suficiente.

Nunca más. 





                                                                  FIN

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